Imagen y duelo
Pablo Oyarzún R.
Universidad de Chile, Chile
oyarzun.pablo@gmail.com
Lo que presento aquí es parcial rehechura de un texto que ya tiene sus años: fue escrito a fines de 1988, como continuación y complemento de otro, distante en poco menos de un mes y referido a la producción artística de la treintena que se cumplía a la sazón, con el propósito de ofrecer una interpretación del segmento más radical de las artes visuales en el Chile de la dictadura1. Mi intención de volver a ese texto no es meramente retrospectiva. Las cosas que allí dije –sobre todo los conceptos que, anunciados en el título (“Parpadeo y piedad”), traté de cimentar en el texto– quiero relacionarlas ahora con el problema del duelo, como categoría histórico-estética, y a través suyo, con algunas preocupaciones más generales que provoca la consideración teórica e histórica del problema de la imagen2.
En años recientes, la noción de duelo ha cobrado importancia en la interpretación de los procesos culturales latinoamericanos –especialmente del Cono Sur– en el contexto de dictadura y posdictadura. Se la ha hecho valer sobre todo para la exégesis de obras literarias3. Quizá no sea ocioso preguntarse en qué medida puede ser útil para el examen de la producción de las artes visuales en dicho contexto, lo que haré aquí de manera meramente tentativa, y a propósito de fenómenos particulares de un caso particular: el chileno.
Esto supone plantear el problema de la relación entre duelo e imagen. Obviamente, este es un arduo problema, que requeriría de un debate prolongado; aquí solo me limito a un esbozo incipiente. El duelo es el dolor de la pérdida de alguien que constituía o determinaba mi estancia en el mundo, y es el juramento de fidelidad a esa ausencia que la memoria ha de guardar amorosamente. Vista así, la relación es esencial: no hay duelo sin imagen, en el más amplio sentido de la palabra; no hay duelo sin la impronta de lo perdido, que mantiene vivo su doloroso recuerdo: velando las imágenes se cumple ese juramento. Aquí la imagen –piénsese, por ejemplo, en las fotografías– es rastro del objeto y signatura de ausencia, y acompaña al enlutado, en lenta esfumación, hasta el fin del trabajo de duelo, que entrega lo perdido al reino de los muertos. Pero es distinto si al doliente le ha sido sustraída la posibilidad de asistir al momento de la pérdida, como ocurre en el caso de la desaparición. Se establece entonces algo que podría llamarse una ley paradójica del duelo –así como ese mismo duelo es de paradójica naturaleza–, que prohíbe la entrega del ausente insepulto, porque eso no solo quebrantaría el juramento, sino que entrañaría una traición ominosa y sellaría el crimen bajo el cual sucumbió. En ese caso, no hay vela de las imágenes que valga: su eficacia compensatoria –en virtud de la estela que afirma la persistencia afectiva de lo perdido, pero también ayuda a su paulatina evanescencia– tiende a cargar de culpa al enlutado.
A partir de esta somera característica, y en el supuesto de que algo semejante sería válido decir en general a propósito del duelo y las imágenes, se puede inferir la dificultad que se plantea a propósito de la posibilidad de que una imagen artística, que no es –o no es solamente– signatura de ausencia, sino que tiene vigor de presencia propia, sea incorporada a un trabajo de duelo que compromete, además, no solo a un individuo, sino a todo un cuerpo social. Así, ya sea que se recele en la imagen del arte un simulacro de vida que se delata, a fin de cuentas, como mera exterioridad inerte, ya sea que se le atribuya una vivacidad originaria fundada en el dinamismo de las facultades, esa especie de condición absorta y consumada en sí misma que suele insinuarse en las imágenes artísticas pareciera no avenirse con la índole de huella que la imagen tiene en el trabajo del duelo. Abreviando consideraciones, se podría decir que solo sería posible aquella incorporación bajo dos condiciones: por una parte, cierta modulación de la presencia de la imagen artística; por otra, una obediencia a la ley que mencioné4. Creo que ambas condiciones fueron cumplidas –al menos en parte y bajo las figuras respectivas del parpadeo y de la piedad– por las realizaciones artísticas a que haré referencia.
Como todo lo demás en Chile, el arte sufrió alteraciones profundas tras el golpe de Estado de 1973. Provocadas y reforzadas, estas obras, por la constancia de la opresión, la censura, la ferocidad del poder, expresaban, a la vez, una voluntad y un deseo, una ética y poética de supervivencia. Desde la precariedad de los reductos emergió un conjunto de producciones que, entre perplejidades y pálpitos, entre tientos y rastros desfigurados, tuvo la fuerza para padecer lo ineludible y lo real, y para asumir esa pasión en todo su rigor.
A ellas quiero referirme ahora, en un plan que debo hacer explícito. No pretendo hablar de ninguna obra en particular, sino de la particularidad de las obras. De eso que escapa a los análisis de conjunto, a las tipificaciones y catastros, que se escurre por entremedio de las interpretaciones y descripciones. La particularidad de las obras sería lo que asoma en los intersticios del discurso del arte y sobre el arte, o sea, lo que asoma cuando este calla: llamémoslo la imagen. Hablar de ella en sentido estricto solo sería posible indirectamente, haciendo con las palabras señas o guiños.
Mencionaba el rigor. Para explicarme, me detengo en lo siguiente. Se habló mucho de las funciones de suplencia desempeñadas por la actividad cultural en el tiempo de la dictadura, como si se hubiese constituido en el escenario desplazado de un juego de fuerzas que tenía su sede real en otro sitio, en el espacio propio de lo político. La cultura habría prestado las máscaras necesarias para tornar presentables contenidos vedados. Esto es trivialmente cierto. La cultura, el arte, satisficieron demandas planteadas por un cuerpo social que veía erradicados sistemáticamente por la represión sus cauces orgánicos de presencia y eficacia política. En las formas más inmediatas, se llamaba al arte a asumir la función de cifrar un mensaje político de resistencia para hacerlo circular clandestinamente o para preservar, al menos, la memoria de una identidad. Es obvio que una demanda como esta le asignaba un carácter ilustrativo a la elaboración visual del mensaje: en el caso chileno, esa asignación era favorecida por un modo relativamente arraigado de entender la función social del arte.
Esta no era la única dificultad que encaraba la producción artística después del golpe de 1973. En general, la figuración de intereses y pulsiones de poder –o de resistencia– es algo que se hace bajo condiciones que el mismo poder –como facción, institución o Estado– impone, y que ligan el deseo al poder, anudándolos en la representación, en la imagen como síntoma, ya se trate de la solemnidad épica del monumento o del reflejo compensatorio de lo imposible. Si el poder prevalece en su brutalidad y violencia, en la mecánica diaria del acoso, hay otras tres vías sintomáticas que se abren: ya se padece la pérdida del poder en carne propia, como castigo por los deseos habidos, y la imagen testimonia el jirón biográfico de una historia en ruinas, ya se hace del deseo poder –en una estética de la pulsión–, y se obtiene de su efusión un solaz abrupto, ya se estetiza el poder, en el hedonismo inmanente de la facticidad de la fuerza.
Las producciones a que me refiero, me parece, no obedecieron a estas alternativas. Se las conoce bajo el nombre de “escena de avanzada”5; en verdad, la expresión postula la unidad referencial de una multitud heterogénea de obras y pesquisas. Su sello más evidente fue la actitud de vanguardia y de ruptura y la elocuencia programática. Pero este era solo un cariz de su manera de relacionarse con el trance histórico, y quizá no el más importante o, mejor dicho, quizá no el cariz de su particularidad. En términos programáticos, se trataba de proponer, desde el arte, transgrediendo las fronteras miméticas de la producción nacional precedente, una respuesta a la situación que tuviese eficacia política, pero sin suprimir las señas de su especificidad: a lo inédito histórico oponer en la obra lo inédito artístico. (Dicho sea paso, aquellas señas fueron vistas a menudo como alardes de hermetismo y de elite). Y justamente porque se trataba de politizar el arte en ausencia de marcas orientadoras y de referentes colectivos explícitos, esas producciones se vieron obligadas a esclarecer por su propia cuenta su relación con el contexto y fundamentar su propia posibilidad y su economía. Todo esto entrañaba una exigencia grave de rigor, una vigilia irónica y hasta una disciplina adusta. Lo esencial de esta exigencia consistía en tener clara conciencia de la significación política del arte en su inscripción histórica y coyuntural. En consecuencia, se entendió ese rigor como precisión de saber, bajo el imperativo crucial de la lucidez.
La lucidez, entonces. Pero, ¿qué es la lucidez como imperativo, qué supone? Sería indispensable señalar ante todo que la lucidez, cuando es exigencia que la situación hace en quien la padece, designa primariamente una opacidad del contexto, una orfandad de hitos y señales, y –solo desde esta previa pasión– una voluntad de penetrar esa opacidad, para obtener orientaciones ciertas en el paisaje.
Pero eso no es todo. Se debe atender a un asunto más específico. Habría que tener presente lo que entraña ese imperativo cuando se lo hace valer en el campo de las artes visuales. La metáfora misma de la lucidez es deudora de una comprensión determinada de la visualidad. Según esa comprensión, se presume al menos teóricamente posible (y eso ya es todo lo que se requiere suponer), en algún punto (una pupila divina, una conciencia transparente para sí misma), la constitución de una mirada soberana, para la que constan como averiguables ya todos los casos, todos los objetos. Se supone, pues, lo que podría llamarse la perfección de la écfrasis: una identidad de mirada y saber, de visión y discurso. “Lucidez”, justamente, significa esa identidad.
Sin embargo, ese imperativo es problemático, y lo fue sobre todo en el momento de su mayor eficacia en la producción visual chilena, cuando llegó a estimárselo como matriz de ella misma y cuando, en su nombre, se postulaba el vínculo indisociable de ejecución y saber, de obra y discurso.
En todo caso, una decisión al respecto parece exigir que se responda a una pregunta previa. Me refiero a la pregunta por la especificidad de lo visual en este trance histórico. Desde luego, no es mi intención sentar que cada trance, cada cala de experiencia en la sustancia histórica, se corresponda con un modo de ver –o no ver– que le sería propio. Lo que digo es que me parece preciso averiguar cómo esa producción visual y su carácter estaban, de una manera u otra, determinadas por la particularidad visual de la experiencia de aquella realidad.
Un indicio: hacia 1977, cuando las primeras entre las manifestaciones a las que aludo habían alcanzado una conciencia incipiente de sus tendencias, se instaló en el centro de los debates que se desarrollaban sobre y desde las actividades de vanguardia la cuestión de la fotografía. De hecho, la fotografía se había convertido en una suerte de denominador común de casi todas las producciones, que recurrían a ella sistemáticamente. Un pasaje de El espacio de acá, texto admirable aportado hacia 1980 por Ronald Kay a propósito de la obra de Eugenio Dittborn, puede dar una idea del tenor de aquellos debates. El pasaje habla desde una inequívoca inspiración benjaminiana:
El mecanismo del disparador de la cámara es la exteriorización y materialización de un tic, la metáfora mecánica de un acto compulsivo de repetición. Al disparar el obturador, este automatismo ampliado, autónomo y cosificado se vuelve a inscribir en la fotogenia de nuestro cuerpo entero, ya que al aplicarle a nuestra presencia somática el metro ahora externo de lo automático, éste capta y formaliza precisamente los automatismos inconscientes de esta presencia, transcribiéndolos al plano visual.
Por el rodeo de esta transcripción se desentierra el automatismo, la legalidad y la uniformidad inherentes a la expresión del organismo humano; se hace visible la escritura automática de los gestos, cuyo código inaccesible nos mantiene presos (22).
Desde la perspectiva de ese momento, la fotografía resultaba ejemplar por partida doble. Era el modelo capital de la irrupción de la técnica y la reproductividad (y la serialidad) en el arte, y, desde luego, se lo concebía como pieza preponderante de esa especie de corte epistemológico por el cual la producción de vanguardia, empeñada en confirmar la novedad de su índole, se despedía de lo que ella misma consideraba el letargo artesanal del arte chileno precedente. Y era también un modelo de excavación arqueológica de la historia, que de manera paradójica tornaba memorable lo obliterado por el poder al hacer visible su olvido, recuperando fantasmáticamente lo desaparecido como alma en pena. Pero el punctum de la operatoria fotográfica –y a eso alude el pasaje de Kay– era, en el movimiento espasmódico que devuelve al ojo a su estado salvaje, la oclusión del diafragma.
Repetitoria y mortuoria, esta inscribía la ceguera en la visualidad, el tiento en la mirada, la exterioridad de lo técnico en la inmanencia natural del paisaje y de la pose.
En la apoteosis de la fotografía se retrataba la experiencia visual del posgolpe. En su operatoria fascinante, latente como su punto ciego, había esto: el parpadeo, fugaz e imperceptible instante de ceguera, condición de la visualidad misma.
Daría cuenta el parpadeo de la constitución de una visualidad desde la tensión redoblada del exceso y de la ausencia. Exceso y ausencia a la vez: ver es haber visto. Al parpadeo corresponde –¿o es a la inversa?– la elipsis del globo solar, que posibilita la visión de las cosas desde el punto vertiginoso del cegamiento. Para la experiencia de la visualidad, la correspondencia de parpadeo y elipsis solar, como metáfora originaria, inaugura todos los desplazamientos de la visión, abriéndola a la movilidad y variedad de lo visible. Desde ella también se determina todo ver, al mismo tiempo, como ser visto: ya en la hondura insondable de la reciprocidad de los visajes, los rostros, que se abisman unos en otros en sus miradas mutuas, pero también en el destello impresionante de las cosas, que, desde el filo de los párpados, en el riel del instante y del abrir y cerrar de ojos, pareciera que nos miran. Ver, asimismo, es entrever.
Podría decirse, pues, que el parpadeo es condición de la visualidad porque permite a esta explayarse sin arder en la incandescencia de una ceguera definitiva. Y que se lo puede aproximar al soslayo –que desea y no desea ver, que desea, a la vez, ver y no ver– o al esquive de la mirada, al desvío de la vista ante lo intolerable, ante lo que no se puede ver, porque sobrepuja el poder de la visión: ante lo salvaje. Pero el parpadeo también es protección de la visualidad y preservación de la imagen. ¿Cómo? Considérese el párpado: órgano prensil, que no agarra ni aferra, sino que acoge y guarda. El parpadeo retiene la verdad de la imagen en el instante de su huida.
Pero al mismo tiempo que inscribe la ceguera en la visualidad, que guarda –en secreto– la verdad de la imagen, el parpadeo marca en ella el punto del no-saber, desde donde cabe que surja algún saber, o todo saber. Supongamos que sea atinado sostener que el parpadeo define la particularidad histórico-visual del posgolpe y de las producciones radicales de la etapa. Ello sería así, porque se trata de un parpadeo de perplejidad. Esta es otra que el asombro, cuyo emblema de pathos visivo son los ojos bien abiertos. Los ojos y la boca abiertos: suspenso de la mirada y la palabra, reserva plena de ambas, saber como descubrimiento. En la perplejidad, en cambio, el parpadeo signa el desajuste de ver y saber, la imposibilidad o la dislocación de su identidad presunta. Señala, así, la fragilidad de ambos: un ver y un saber –y una palabra– quebradizos.
Esto debe tenerse bien en cuenta al evaluar las relaciones de obras y discurso en las producciones de que hablo. Las dificultades de análisis que sería indispensable sortear descansan, quizá, sobre un deseo atávico y una avidez de posesión, de poderoso aferramiento por el discurso de lo que el arte da, de la imagen. También en esto tiene su parte y su peso el prurito de la lucidez.
Con respecto a la producción de un discurso sobre la visualidad del arte –teórico o crítico– habría, pues, que poner igualmente en cuarentena ese prurito, en cuanto hace las veces de supuesto implícito. Aquí, dicho supuesto presume dos cosas: que un discurso sobre la visualidad se arma desde un continuum de la visión cuyo referente es el eidos, modo pleno de presencia, y luego que lo visto, precisamente a título de tal eidos, en sí es visible6. Un corolario negativo de este supuesto es que toda complicación o profundidad le es atribuida al discurso, y eventualmente sospechada como desborde hermenéutico o como astucia retórica. Sin embargo, un discurso –teórico o crítico– sobre la visualidad tendría que hacerse cargo de aquello que lo hace posible y desde donde se gesta. Esto equivaldría a lo que más atrás, y a propósito de la visualidad misma, interpretaba yo como ceguera, aduciendo la fugacidad que se alberga en todo “haber visto”.
La imagen no es eidos. El instante de opacidad o de evanescencia en que se constituye la temporalidad peculiar de su presencia la sustrae a su inversión discursiva, tornando problemática e incierta no solo toda écfrasis, sino también toda posibilidad de cifrar en palabras lo que en ella y con ella adviene. Quizá solo se puede hablar en tanto que no se ve, en tanto que presentemente no se ve. Quizá el discurso –la palabra– cristaliza allí donde nos hemos puesto al abrigo de lo visto. Por eso la palabra es frágil, quebradiza: porque está siempre en crisis inminente, expuesta a la posibilidad de ser devuelta a la intemperie, de estallar en salvaje ardor de lo visto y no visto que la hizo posible. Signo de ello es el tartamudear, que es, por así decir, la metáfora oral del parpadeo. Habría que establecer una relación esencial entre el parpadeo, el ver y lo visual, y la palabra. El parpadeo –encarado a rostros y cosas– sería la instancia elocuente de ese “ver y no ver”.
Bibliografía
Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto Propio, 2000.
Kay, Ronald. Del espacio de acá. Señales para una mirada americana. Santiago: VISUAL, 1980. Impreso.
Moreiras, Alberto. Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina. Santiago: ARCIS/LOM, 1999. Impreso.
Oyarzún, Pablo. “Arte en Chile de veinte, treinta años”. Chile: 1968-1988. Los Ensayistas. Eds. José Luis Gómez-Martínez y Francisco Javier Pinedo. Athens: UGA/Center for Latin American Studies, 1988. 291-324. Impreso.
________ “Parpadeo y piedad”. Cirugía plástica. Berlín: NGBK, 1989. 29-39. Impreso.
1* Ponencia presentada en el Seminario Latinoamericano Los Estudios de Arte desde América Latina: La Imagen, Fundación Getty, Veracruz, México (25 a 30 de octubre de 2000). Agradezco a Carlos Rincón su generoso interés por este trabajo. Reproduzco aquí solo la primera parte de este trabajo.
El primer ensayo llevaba el título “Arte en Chile de veinte, treinta años”, y fue redactado para un volumen monográfico sobre las transformaciones culturales en Chile bajo la dictadura. El segundo texto –el que ha servido de base para esta presentación– fue solicitado para una exposición de arte chileno que se realizó ese mismo año en la Kunsthalle de Berlín bajo el llamado Cirugía Plástica. Apareció en el catálogo homónimo bajo la rúbrica “Parpadeo y piedad”.
2 A su vez, esta rehechura debía ser sometida a una crítica por las imágenes, articulada en una selección de obras y fragmentos de obras, que permitieran una comprensión más diferenciada y más tensa de lo que se proponía en mi tentativa de interpretación.
3 Tengo ahora muy presente los estudios de Alberto Moreiras y de Idelber Avelar.
4 Es verdad que debería recorrer con paciencia los diversos aspectos de este problema, que son muchos y complejos, para dar una mejor idea de lo que trato de sugerir. Desde luego, no cuento aquí con el espacio requerido, pero quizá una rúbrica relativa a uno de esos aspectos –casi a título de breve excurso– pueda tener algún valor indicativo. Me refiero a la compleja trama que se ha tejido y se sigue tejiendo en torno a la cuestión de la imagen.
Una larga tradición que –en lo que concierne a la filosofía– arranca de Platón mira las imágenes con recelo. No las condena sin más: las admite condicionadamente, por su utilidad didáctica y su eficacia ilustrativa. Pero no tolera su autonomía. Mientras la imagen sea dócil a la búsqueda, a la (de)mostración y la enseñanza de la verdad, cabe legitimarla, siempre de manera subordinada y conforme a una pauta de lectura o desciframiento que no está en ella misma, en cuanto se abre en el contexto ambiguo de lo sensible, sino en un saber que se sustrae esencialmente a las estrechas estipulaciones que plantea ese contexto: toda imagen debe poder ser remitida a su modelo. Pero si se quiere hacer valer la imagen a partir de sus propios caracteres, es decir, si se quiere reivindicar una verdad de la imagen misma –y se supone que esta es tentativa originaria del artista–, el saber ha de ponerse al resguardo, y emplear su fuerza crítica en la determinación y la acusación del fraude sobre el que reposa la imagen emancipada: el fantasma.
Mirando a su tendencia, esta tradición podría ser tildada de iconoclasta. Lo que ella recela en la imagen es su raíz maligna, la amenaza constitutiva de suplantar al modelo. La desazón que infunde la imagen se deja sentir en su calidad de muerta: si se le dirige la palabra, la imagen guarda agorero silencio. Para esta tradición, pues, subsiste una relación profunda, esencial, entre la imagen y la muerte, cifrada en su calidad fantasmal, al tiempo que esta es evaluada –o, más bien, depreciada– a partir del valor de presencia plena, de solidez ontológica. En cierto sentido, podría decirse que los esfuerzos que a todo lo largo de la tradición han ido encaminados a concederle a la imagen una legitimidad que no solo se restrinja a su fidedigna referencia a un modelo –los esfuerzos por rebatir la sanción iconoclasta– han caído siempre bajo la convicta comprensión de ese vínculo. La defensa de la imagen apela a una vitalidad suya, a cierto poder y vigor alojados en su núcleo, y que la imagen artística traería a la plenitud de su evidencia. Sin embargo, es presumible que sea precisamente aquella calidad de fantasma la que resulte determinante para una comprensión radical de la imagen en general, y también, específicamente, de la imagen artística. Es también en este punto que una escrupulosa consideración del problema de imagen y duelo podría enseñar su cabal pertinencia. En todo caso, desde la distinta comprensión por la que quisiera abogar, el concepto de la imagen de la verdad no haría justicia a la verdad de la imagen.
5 Fue el exitoso nombre que le confirió Nelly Richard.
6 La convicción de que la imagen artística visual se constituye como referente de un continuum de la mirada oblitera la condición corpórea del ver, lo que podríamos llamar su experiencia encarnada. Para esa convicción, la imagen es propiamente un constructo, el resultado sintético de una actividad anímica, que suple y completa las lagunas de la presentación fáctica: dicho de otro modo, y sobre la base de un desplazamiento metafórico atávico, que iguala ver y conocer, la imagen es eidos, correlato de los “ojos del alma”, no del cuerpo.