June 2021 in Revista Chilena de Antropología
Memorias del agua en Camiña (Tarapacá, norte de Chile): andinidades, defensas ancestrales y retóricas de colonialidad
Resumen
Este trabajo se centra en las prácticas de memoria según tiempos y espacios heterogéneos que son articulados a partir de contextos históricos y contingentes. Específicamente, se relevan las diferentes trayectorias locales en torno a luchas concretas llevadas a cabo por las comunidades andinas en el territorio de Camiña. Nuestra exposición intenta alejarse de las posturas tajantes y dicotómicas en aras de desnaturalizar categorías, desestabilizar jerarquías y descentrar paradigmas. En cambio, proponemos un análisis desde la miríada de procesos internos que muestran la variabilidad y la mutabilidad en los ensamblados de andinidad en el contexto neoliberal del Chile contemporáneo.
1. Andinos, indígenas, estado
Es indudable que las gentes andinas despliegan una conciencia histórica propia de ser y habitar en el mundo. Los espacios vitales y sociales son urdidos a través de variadas prácticas y senderos de memoria que conectan diversos lugares, grupos y relatos entrelazados. Las conceptualizaciones y percepciones tanto identitarias como espaciales y temporales no son estables ni homogéneas, en cambio, se entienden como entidades relacionales y siempre proclives al trasiego. Por ende, intervienen epistemes y ontologías muy distintas a las dicotomías binarias y abstracciones ideales del pensamiento moderno.
Podemos decir que la noción de territorio no se aprehende como un plano extendido y continuo con límites fijos, al contrario, se percibe en cuanto espacios concéntricos que tienen como foco a cada pueblo y desde allí irradian hacia otros lugares/grupos/relatos. De manera tal que las expresiones y definiciones distintivas son recreadas de manera conjunta, así como constantemente reelaboradas y rememoradas. El mundo andino es sagrado, vasto y en permanente reconfiguración. En este sentido, las fronteras de cualquier índole no se comprenden como distinciones excluyentes, que separan y dividen, sino como escenarios y horizontes en que interactúa la diversidad, permitiendo entablar puentes de afinidad y comunicar densas relaciones.
Las comunidades andinas tampoco son constructos homogéneos y definidos, al interior de ellas existen diferentes posiciones y múltiples trayectorias que están políticamente imbricadas, históricamente constituidas y afectivamente vivenciadas. Para muestra, algunas pinceladas que traslucen la heterogeneidad y variabilidad en las categorías de identificación:
Cada uno sabe cuál es su pueblo de origen, su mallku, su t’alla y sabemos reunirnos en las fiestas. Todo eso es como comunidad […] Las comunidades indígenas con personalidad jurídica que impuso CONADI [Corporación Nacional de Desarrollo Indígena] están de parche para dar conformidad al estado” (Qolliri de Alto Camiña, 2008. En Urrutia 2011: 123).
Porque antes de los aymara había gente acá. Este Pukara tiene su sentido, su historia. Este es un cerro elegido por los aymaras, de más antes, de los uru chipaya, de los uru chullpa […] Chullpa nunca tuvo sol, ellos trabajaban con la luz de la luna y las estrellas. […] Ellos creían que el sol iba a salir para abajo. Y salió de este lado y los quemó. […] Y los chipaya, que antes se llamaban chullpas, ahora se llaman chipayas, ellos se salvaron en el Uru-Uru que ahora se llama lago Poopó. […] Se adaptaron al sol y así salieron de a poco. […] Ése es el cuento que se habla. Historia sería como algo escrito. Historia hablada es (Poblador de Nama, 2014. En Urrutia y Uribe 2020: 54).
Aymaristas somos los que hablamos aymara. Antes aymarista era como un pecado; siempre hemos estado aplastados, somos menospreciados. Ahora como que nos están valorando un poco, pero antes nada […] A mí me gusta hablar aymara, pero la gente se burla, no entiende, ‘indio’ dicen; entonces uno deja de hablar, no le enseña a sus hijos para que ellos no sufran como uno. Y ahí estamos perdiendo cultura… (Poblador de Nama, 2015. En Urrutia y Uribe 2020: 54).
Es evidente cómo el pasado y el futuro habitan el presente. Esto, no a través de identidades estables y unívocas, sino a partir de identificaciones móviles y múltiples; es decir, mediante una pluralidad de formas narrativas, posiciones organizativas y maneras de vivenciar la andinidad (Rivera Cusicanqui 2018). Empero, la manera más usual en que el término indígena es aprehendido, según la academia y el ámbito político, corresponde a una cualidad o propiedad inherente/esencial a un grupo de personas. Su definición en tanto identidad estable y reconocida como grupo social en el seno de una nación, en gran medida, es el resultado de un trabajo de largo alcance llevado a cabo a la par del proceso de formación colonial y estatal (López Caballero 2017).
En efecto, muchas de las interpretaciones arqueológicas, antropológicas e históricas han colaborado en naturalizar alteridades subsumidas al estado y domesticarlas acorde al pasado nacional. Ahora bien, no cabe duda que este proceso pone de manifiesto las reverberancias de la colonialidad, perpetrando las diferencias radicales que intervienen en los flujos de poder y saber. A pesar de ello, esto ha permitido alimentar una legitimidad interna a las defensas ancestrales y las problemáticas locales, una singularidad fundada paradójicamente sobre principios ideológicos del gran relato nacional (Abercrombie 1991; López Caballero 2017).
Así pues, la intensión pragmática de comunidades y pobladores andinos, al solicitar investigaciones científicas que refrenden sus respectivas posiciones dentro de un campo más amplio de identificaciones, es contar con una fuente de legitimidad que pueda incidir jurídicamente y sea capaz de concitar el reconocimiento hacia sus pretensiones legales y sus diversas luchas. Esta donación de legitimidad implica la necesidad de ser autóctonos en cuanto al origen y la organización social; a la vez que modernos o constitucionales en la forma de manejar legalidades (Salomon 2001). Es decir, presentándose como una colectividad progresista y con funciones autoinvestigativas, en permanente contacto con una tradición viva que va desplegando sus propias historicidades y andinidades (Abercrombie 1991).
Durante las últimas décadas, los países latinoamericanos han sido transformados por la emergencia de voces indígenas colectivas que inciden en las políticas públicas nacionales y por el desplazamiento de la ideología estatal homogeneizadora hacia el multiculturalismo. Esto, combinado con políticas neoliberales agresivas, forma parte de un nuevo modelo de gobernabilidad en la región. Se trata de un proyecto sociopolítico que contribuye, a la vez, al creciente protagonismo de los movimientos indígenas y a poner límites desalentadores a sus propias aspiraciones transformadoras (Hale y Millamán 2006; Rivera Cusicanqui 2018).
Entonces, una faceta crucial en los procesos de defensa de tierras y lucha política son las rearticulaciones y recodificaciones que crean puentes o afinidades entre las formas autorizadas e impugnadas de indigeneidad; sobre todo en la medida que el multiculturalismo neoliberal construye grupos culturales limitados y discontinuos que son desanimados a interactuar colectivamente (Hale y Millamán 2006). Por lo tanto, para hacer efectiva la rearticulación, también es necesario reconfigurar la acción política y las autoafirmaciones identitarias (Rivera Cusicanqui 2018).
Hoy en día, las personas y los movimientos indígenas se apropian de algunas banderas y conceptos emanados desde el pensamiento moderno, metabolizados conforme sus epistemologías nativas en la interacción de luchas enarboladas con otros pueblos y aliados no indígenas. Ello, para explicar y sacar adelante sus propios proyectos políticos y culturales, empuñando las herramientas que marcan al mundo y que les marcaron como otredad, en aras de llevar sus nociones y perspectivas a audiencias mayores. Al tiempo que van transformando la geopolítica local y nacional, así como proponiendo alternativas y estrategias para enfrentar cambios sociales y ambientales a escala mundial (Cayón y Turbay 2005; Rappaport 2007; Verzijl et al. 2019).
Ergo, es preciso tomar distancia de los posicionamientos tajantes y reificadores que terminan mistificando a los indígenas. Ya sea como guardianes de la naturaleza o nativos ecológicos, idealizando tanto luchas como espacios ganados; o bien figurando agentes pasivos víctimas de la explotación y el colonialismo internalizado. Lo mismo respecto a nociones de otredad impoluta o acciones subversivas en tanto las únicas posiciones válidas para mantener y defender los derechos políticos y culturales (Cayón y Turbay 2005; González-Ruibal 2014; Nahuelpán 2017). De ahí nuestro interés en analizar los diálogos y las relacionalidades a partir de las memorias del agua en Camiña que abrevan diferentes miradas y recorridos, pues las gentes andinas siempre han sabido conjugar sus propias concepciones con algunos conceptos emanados desde otras formas de pensamiento.
Las nuevas retóricas indígenas incorporan y transfiguran las narrativas externas; por ejemplo, aquéllas que versan sobre ecología, socialismo, descolonización, feminismo, por nombrar algunas. Las dotan de una vitalidad renovada gracias a la ventilación teórica que procede al actualizarlas conforme sus propias historicidades e ideologías, convirtiéndolas en una herramienta eficaz para los fines de reivindicación política y reafirmación identitaria tanto a nivel local como global. Así como también corren el riesgo constante de quedar anquilosadas en las arenas del multiculturalismo neoliberal, donde la cultura entra en el mercado de bienes exóticos y la diferencia se institucionaliza a partir de canales formales de representación que restringen tanto la forma como el contenido de las demandas políticas indígenas (Comaroff y Comaroff 2011; Hale y Millamán 2006).
En este punto, líderes y activistas indígenas deben articular distintos espacios y posicionamientos, teniendo cuidado en que las nuevas responsabilidades no desemboquen en la consolidación de una élite indígena letrada que, eventualmente, termine por desligarse tanto de sus autoridades tradicionales y epistemologías nativas como de sus propios modos de habitar y congregar (Cayón y Turbay 2005; Nahuelpán 2017; Rappaport 2007).
2. Camiña: territorios, paisajes y comunidades
El territorio de Camiña se descuelga desde la cordillera de la región de Tarapacá, en los faldeos de cerro Pumire, a unos 4.200 msnm, donde afloran los manantiales Apolinario y Margarita, los que se van juntando con otras vertientes de las quebradas de Vinchuta y Caico. En el punto denominado Saya, cerca de Alpajeres (aprox. 3.500 msnm), se unen con la quebrada de Maimaja y todas juntas forman el río Camiña; éste escurre por la quebrada que lleva su nombre hacia su tramo inferior denominado Tana. Sus aguas recorren alrededor de 140 kilómetros hasta vaciarse directamente en el océano Pacífico, dos kilómetros al norte del ex-puerto de Pisagua, donde se situaba el asentamiento colonial de Pisagua Viejo.
Según las categorías andinas, la quebrada de Camiña/Tana corresponde a un paisaje agrícola salado que permitió desde tiempos prehispánicos una agricultura intensiva de granos y hortalizas adaptados a suelos y aguas más salinas; a diferencia de quebradas y valles dulces, cuyas óptimas condiciones hacen posible el cultivo de frutales y una mayor biodiversidad (Álvarez 1992; Castro 2002).
La parte alta de la quebrada de Camiña (2.400-2.800 msnm) está de lleno vinculada con otras quebradas de la sierra como Nama al norte y Soga por el sur, ambas consideradas dulces; a la vez que se encuentra entrelazada con el altiplano circundante de Isluga (actual comuna de Colchane) y sus ajetreos ganaderos. En la parte alta se ubica pueblo Camiña que desde 1979 corresponde a la capital municipal de la comuna epónima. La parte baja (2.200-1.700 msnm) comúnmente se alude como valle de Camiña y tiene al pueblo de Moquella como centro. Este sector está más ligado a la pampa; en efecto, durante la época salitrera, se especializó en la producción de alfalfa requerida por las actividades de arrieraje que conectaban a las oficinas con las tierras bajas y altas. Su tramo inferior (1.600-1.100 msnm), dijimos, se designa como quebrada de Tana; cerca de los 1.000 msnm, se une con la quebrada salada de Retamilla/Tiliviche que corre paralela al sur, para desembocar juntas en el mar (Figura 1).
Camiña abreva una larga historia cultural que se remonta desde tiempos prehispánicos bastante anteriores al Tawantinsuyu y los incas (siglos XV-XVI). Los asentamientos estables en la parte alta de la quebrada datan, al menos, desde el siglo X; sin embargo, en la parte baja el poblamiento es mucho más antiguo, incluso antes de la Era en los lugares cercanos a su desembocadura en Pisagua y Tiliviche (Núñez 1982; Urbina y Uribe 2016). Durante la Colonia, la iglesia Santo Tomás de Camiña fue la segunda más importante en la región, después de la Iglesia San Lorenzo de Tarapacá; ambas fueron construidas a inicios del siglo XVII y han sido varias veces reparadas o vueltas a erigir, debido a incendios y frecuentes terremotos que afectan estos lugares. Asimismo, se cuenta con documentación escrita que relata, por ejemplo, la participación de los caciques de Camiña en las rebeliones tupamaristas de finales del siglo XVIII (Hidalgo 1986). A principios del siglo XIX se suceden las Guerras de Independencia y el territorio de Camiña pasa a formar parte de la naciente república peruana. A finales de siglo, tras la Guerra del Pacífico (1879-1884), las regiones de Arica, Tarapacá y Antofagasta son anexadas a Chile; por lo que a lo largo de todo el siglo XX sobrevienen distintos procesos de “chilenización”, principalmente en las comunidades de la precordillera y la cordillera andina (Choque 2012; González et al. 2014; Naranjo 2011).
La comuna de Camiña, instaurada en el año 1979, abarca la parte baja y la parte alta de esta quebrada, junto al pueblo de Nama (3.000 msnm), ubicado en la quebrada de igual apelativo y distinguida por sus frutales. Actualmente, la población comunal la componen aproximadamente 1.200 personas, quienes se dedican principalmente a la agricultura y comercio del maíz, ajo, betarragas, cebolla y zanahoria, así como también a la crianza de animales como alpacos, cabras, llamos, ovejas, porcinos y vacunos, destinados de manera preferente al consumo local. Además, en la medida que Nama constituye una quebrada dulce, sus condiciones inmejorables permiten el cultivo de frutales y orégano. Asimismo, el arte textil tradicional se desarrolla floridamente y en algunos casos también permite complementar la economía familiar.
Sus habitantes han nacido tanto en estos lugares como en pueblos cercanos y no tan cercanos de la precordillera y la cordillera de los Andes, enriqueciendo así la cultura y las tradiciones de este territorio. Hoy en día forman parte de los grupos aymara y uru chipaya que viven en el norte de Chile, sur del Perú, Bolivia y noreste de Argentina, particularmente en las serranías y las altiplanicies andinas. Las comunidades de Camiña son herederas de una rica tradición agrícola de tierras altas, la que comienzó a forjarse al menos mil años atrás, cuando decidieron instalarse de manera estable en laderas de las cabeceras de quebradas (Muñoz y Chacama 2006; Núñez 1982; Santoro et al. 2004; Schiappacasse et al. 1989; Uribe 2006). Los andinos de Tarapacá son la síntesis de diversas trayectorias culturales de costa, pampa y tierras altas.
Entonces, mucho antes de los tiempos incaicos, existía una relación complementaria entre el altiplano ganadero, las quebradas agrícolas y la costa del océano Pacífico. Situación que aún se observa entre sectores que presentan gradientes adyacentes como Isluga y Camiña, así como también Cariquima y Tarapacá, o Lirima-Cancosa y Pica, con sus respectivos sectores litorales (Martínez 1989; van Kessel 1992). A ello, además, se suma la magnitud de las transformaciones ocurridas durante tiempos coloniales y luego republicanos, así como las diversas tensiones que enfrentan las comunidades andinas contemporáneas. Esto incluye las controvertidas relaciones con el estado nacional y las diferentes chilenizaciones inscritas en la memoria local, a la par de los proyectos comerciales, mineros y energéticos en la región que presionan territorios y recursos (Hidalgo 1985; Urbina y Uribe 2016; Urrutia 2011; van Kessel 1985).
Hoy, el territorio de Camiña desplegado por la memoria ancestral aún viva en las comunidades andinas contemporáneas, en su parte más oriental comprende el paisaje altiplánico que abarca desde el “área de granizo” alrededor de los cerros Pumire y Caltave, pasando por Amuyo, Alpajeres y Berenguela; hasta el “área de lluvia” de los cerros Mamuta, Guaychane, Tolompa y Añahuani. Más abajo, hacia la costa, integran el paisaje serrano de las quebradas en Alto Miñe-Miñe, Alto Chiza, Alto Nama, Alto Camiña y Alto Soga, lugares donde los pastores altiplánicos bajaban después de las lluvias con su ganado y se vinculaban activamente con los respectivos pueblos precordilleranos. Después de este sector de precordillera, el territorio se va estrechando para integrar abajo el valle de Camiña, Tana y Tiliviche, junto al paisaje pampino de Dolores y Zapiga; para finalmente llegar hasta la desembocadura en el antiguo puerto de Pisagua (Comunidades Aymaras de Camiña y Territorio Asociado 2014).
Las comunidades en Camiña se han ido construyendo con el aporte de distintas poblaciones que habitaron las tierras altas y bajas del Desierto de Atacama, donde la combinación de la ganadería y agricultura se mantiene vigente hasta el día de hoy. Lo mismo que su estrecha relación con un territorio ancestral anclado en cerros y mar, junto con las entidades sagradas que lo pueblan. De manera tal que esta multiplicidad de vínculos se despliega en prácticas y saberes concretos, entramados a un calendario que es social, productivo y religioso a la vez; donde comunidades y familias van articulando mecanismos variados de reciprocidad, complementariedad y movilidad, entre ellos, el paisaje y los seres que allí habitan (Urrutia 2011; Villagrán y Castro 2004).
Esta comprensión de un mundo habitado por entes y fuerzas en movimiento permanente integra múltiples facetas y perspectivas de la experiencia social, donde la naturaleza se humaniza y forma parte de la cultura, así como lo cotidiano se reviste de sacralidades. En consecuencia, según el modo ancestral heredado por las comunidades andinas, lo ritual/sagrado está tan implicado en la vida diaria que se encuentra en el corazón mismo de lo tecnológico y político, articulando constantemente los ensamblados entre humanos y no-humanos en torno a una “cosmopolítica”. En la que performatividades y relacionalidades van fraguando las reconfiguraciones constantes del mundo (DeLanda 2006; Haraway 1991; Strathern 1988; Stengers 2014).
De acuerdo con esta ontología relacional, todos los elementos de la naturaleza son potencialmente sagrados y pueden estar cargados a la vez de fuerzas positivas como negativas. En el aymara que se habla en Camiña, ch’ama designa potencia y chuyma refiere a entendimiento o ánimo; ambos atributos son extensivos al mundo material e invisible, involucrando tanto acciones productivas y beneficiosas (fuerzas creadoras deseadas), como también suponiendo de manera tácita daño y enfermedad (fuerzas predadoras no deseadas). Según los grupos andinos, el orden propicio y bien reglado de la existencia depende de una pactación continua entre los múltiples sujetos del cosmos, de modo tal que cada uno pueda dispensar sus esfuerzos y comportamientos para que sean mutuamente provechosos.
Por ello se define al paisaje, densamente pormenorizado y transitado, como uno de los niveles privilegiados de clasificación y significación (Castro 2002; Martínez 1989). Un buen ejemplo acerca de esta compleja construcción de la naturaleza en tanto cultura es la gravitación de los cerros tutelares o mallkus en la vida social de personas y colectividades. Existe suficiente consenso para afirmar que la adoración a las montañas en los Andes posee una profundidad temporal muchísimo mayor a la del Inca y se vincula fuertemente con el culto a los antepasados (Berenguer et al. 1984; Castro y Aldunate 2003; Martínez 1981). Hoy en día, la veneración a las altas cumbres resulta una práctica muy difundida y se despliega simultáneamente junto con los rituales católicos. Consecuentemente, el calendario económico/ceremonial orquesta ritos de la cristiandad con otros de origen prehispánico, marcando el tiempo de las prácticas sociales al compás de las fiestas y los recorridos de la memoria (Abercrombie 2006; Castro 2009). En síntesis, constituye la permanente renovación cíclica de los pactos que permiten la reproducción y continuidad de la vida en común. Bajo el código general de la reciprocidad, el ritual es el procedimiento discursivo o el dispositivo de comunicación mediante el cual los acuerdos, siempre inestables, se establecen y actualizan.
Ergo, conforme el pensamiento andino, la cultura no puede separarse del paisaje que es un agente activo en las costumbres ancestrales y las (auto) identificaciones. Más aún, la naturaleza no supone una categoría universal; sino que la cultura, en tanto subjetividad y lenguaje, es la condición que comparten todos los seres del cosmos. Por eso, los cerros mallku y t’alla se consideran los verdaderos dueños de estos lugares y sus entidades (p.ej., el agua como personidad hídrica). Sin duda, poseen características sagradas (Laymisiña, Tolompa, Pumire, Waychane, Mamuta, Chuquiananta, entre otros); cualquier cosa que suceda con respecto a ellos, afectará a todos quienes habitan el aka pacha (mundo de las muchas personas sobre la tierra). Esta veneración a las altas cumbres está implicada en el culto a los ancestros míticos y humanos en diferentes niveles de sacralidad ascendente (Castro y Aldunate 2003; Martínez 1981). Aquí, la figura de los antepasados o abuelos moradores en el manqha pacha (mundo debajo o adentro de la tierra) se entreteje cargada de ambigüedades, pudiendo tanto bendecir como enfermar; por eso la importancia del cumplimento de las ceremonias, para mantener la fluidez de las relaciones entre ambos mundos (Castro y Varela 1994; Martínez 1989).
Estas divinidades de las montañas, llamadas de diferentes maneras según los lugares que sostienen (achachila, apu, huaca, mallku, uywiri), orquestan los espacios sociales/comunitarios y crían la vida en sus contornos. Entre ellas trazan genealogías de alianzas y conflictos cambiantes a lo largo del tiempo, así como varias se hayan imbricadas en relaciones de parentesco y la fundación de pueblos o markas. Ciertamente, los cerros tutelares son el factor principal de la reproducción biológica y cultural desde la perspectiva andina, por ende, la relación con estas entidades constituye un componente insoslayable dentro de los esfuerzos productivos y sociales. Específicamente, son aviadores (del español aviar) que se encargan tanto de aprovisionar la lluvia que riega los cultivos y de proveer el multiplico del ganado, así como del dispendio de bienestar general del paisaje y los seres que contiene, ligándose de igual forma con los buenos augurios sobre las reciprocidades comerciales y cosmopolíticas (Castro y Aldunate 2003; Castro y Martínez 1996; Grebe 1984; Martínez 1981).
En Camiña, hasta la década de 1970, las autoridades tradicionales de la quebrada subían a las faldas del cerro Pumire para realizar cada 3 de noviembre, en plena temporada seca, ceremonias de agradecimiento y rituales propiciatorios de lluvia en las vertientes Apolinario y Margarita que dan origen al río Camiña. En la actualidad, dicho ceremonial sólo se realiza en las principales vertientes de Camiña (estanque Gallo) y Chapiquilta (estanque Ingayapo) que también nutren al río en la parte alta (Figura 2). Así, el 3 de noviembre y sus advocaciones al agua se integra al calendario de conversaciones rituales y convoca sus propios alferazgos (Urrutia 2011). En efecto:
Antiguamente los abuelos tenían mucha creencia, cualquier ceremonia hacían con fe ellos, y les resultaba […] Los antiguos amaban esos vertientes de Pumire, Margarita Apolinario, porque ese vertiente da la vida acá en Camiña para regar sus plantas. Iban de aquí el tres de noviembre, para cuando en Camiña se hace la toma de gallo o se baila el sapito-lorito en Ingayapo. Allá iban a hacer ceremonia, darle las gracias al vertiente ese, Margarita Apolinario, que le dé agüita siempre, para criarme, para mantener mi esposa, decía, dame agüita, para criar mis niños, mis hijos. Hacía ceremonia, bailaba, tomaba su cerveza, también le convidaba al cerro, al vertiente ese. Entonces el vertiente nunca secaba acá el agua. Todos los años el tres de noviembre […] Iban como seis personas que son nombrados; entonces todos ponían, su copal, su coquita que le dicen, ponían otras cositas, cervezas, pisco, coñac, champán, hacían un conjunto, como una cuota así. Después bajaban y hacían ceremonia en Camiña y bailaban sapito-lorito […] sapito llama agua, dice […] Por eso decía sapito-lorito. Así que ahora ya por eso el agua está poco, ya no quiere llover ni una cosa. Antes, no po’, hacía esas ceremonias, por eso era muy creíble la gente antiguo… (Poblador de Alto Camiña, 2014).
Asimismo, se señala que:
Laymisiña es cerro t’alla y hace pareja con Tolompa, igual que mallku Guaichane con su t’alla Mamuta. Laymisiña debe tener harta riqueza, dicen que es mineral, puro oro dicen, igual que Pumire. Y esos cerros son bravos, porque el antimonio está fuerte, tiene harto riqueza […] Antes iba a mula al vertiente Margarita Apolinario para hacer la ceremonia, no había camino de carretera, ni una cosa, tenían animales, se ensillaba tres o cuatro mulas, iban. Demoraba un día completo con su vuelta. Se partía de acá en madrugada y como a la una llegaba a Pumire, a mula; el vehículo es más rápido. Llegaba allá, entonces, hacía ceremonia. Volvía aquí como a las siete, ocho ya llegaba… (Pobladora de Apamilca, 2014).
3. Políticas del agua y legislaciones indígenas en chile
El Código de Aguas chileno de 1981 (Decreto con Fuerza de Ley 1.122) reduce la noción de recurso público a una mera mercancía (Bauer 1998). Su piedra angular radica en separar los derechos de propiedad privada de tierras y aguas, disponiendo para estos últimos una institucionalidad correspondiente (Dirección General de Aguas, DGA) que permite su libre transacción en un mercado propio, cuyo rol primordial es operar como mecanismo de redistribución y resolución de conflictos (Prieto 2015). La privatización del agua se basó en una serie de informes técnicos conducidos a finales de la década de 1970 y principios de 1980 que fueron acompañados por encuestas in situ y comparendos judiciales. Este proceso se desarrolló dentro de un plan mayor de racionamiento hídrico impuesto al sector agrícola en el norte de Chile, con el propósito de generar un excedente de agua que asegurase las futuras demandas mineras y urbanas (Prieto 2016; Yáñez y Molina 2011).
El modelo de aguas chileno ha generado asimetrías de poder, conflictos entre usuarios, problemas de equidad y crisis ambientales. Las regiones de Antofagasta y Tarapacá son un ejemplo radical de ello en la medida que la privatización ha fortalecido el actuar de empresas mineras y sanitarias en el control por el acceso al agua, en desmedro de campesinos y comunidades locales (Aldunate 1985; van Kessel 1985; Yañez y Molina 2011). Ante este escenario, los andinos se refieren al desinterés generalizado en dinamizar el sector agropecuario, así como a la enorme desventaja para defender sus intereses y modos de vida en un campo jurídico e institucional que es claramente favorable a los grandes capitales. Así relataba un dirigente aymara de la comunidad de Lirima la lucha desigual durante siete años contra la Compañía Minera Cerro Colorado para oponerse al aprovechamiento de sus aguas, donde no les quedó otra alternativa que negociar en 1985: “No hay nada que hacer, salvo retardar y alargar al máximo los comparendos […] Hemos negociado, […] porque el hacerlo o negarnos no variaba en absoluto la situación concreta que se nos presentaba” (Javier Vilca, en van Kessel 1985: 150-151).
Se trata, pues, de dos realidades hídricas. Una se vincula al neoliberalismo económico, la tecnociencia y los paradigmas occidentales modernos; mientras que la otra comprende maneras recíprocas de relacionarse con el agua como sujeto vital en la reproducción biológica y social, así como en la continuidad de formas culturales propias. La noción territorios hidrosociales es ilustrativa, porque abarca imaginarios y materializaciones de redes socionaturales para la gobernanza del agua que se conectan con proyectos políticos y geográficos distintivos (Verzijl et al. 2019: 253). Asimismo, el concepto paisajes hídricos también resulta decidor, ya que alude a una entidad socionatural producida activamente a partir de un ensamblado de tecnologías, prácticas y significados. Ahora bien, en términos etnográficos es más coherente hablar de paisajes que de territorios; aunque, para fines prácticos, las comunidades andinas se refieren a lo último para refrendar sus luchas y defensas.
Lo cierto es que coexisten en un mismo espacio diferentes territorios hidrosociales y paisajes hídricos. Puesto que no son fijos, sino lugares culturalmente relevantes, políticamente disputados y altamente dinámicos; a la vez que frecuentemente entrelazados y traslapados entre sí al crearse, deshacerse y reconfigurarse mutuamente. Sin embargo, a todas luces, la producción y perpetración de aquéllos imbuidos en esquemas hegemónicos corren con ventaja frente a otros fraguados desde posiciones subalternas. Con todo, los andinos han sido capaces de maniobrar dentro de los paradigmas imperantes y utilizarlos para mantener e incluso reproducir su identidad y tradiciones ante las amenazas de despojo. Paradójicamente, el mercado de aguas ha sido incorporado bajo la narrativa de que sirve para recuperar el riego como un modo ancestral de vida, con miras a neutralizar los efectos del neoliberalismo (Prieto 2016). De este modo, las identificaciones indígenas en el norte de Chile y sus prácticas no son estáticas ni esenciales, tampoco puramente instrumentales, inventadas o impuestas desde arriba. Éstas son posicionamientos históricamente sedimentados en procesos de apropiación y expropiación de tierras y aguas que han sufrido desde la Colonia y en especial en relación con los ciclos mineros (Hidalgo 1985; Yañez y Molina 2011).
Según la teoría neoliberal, en un mercado de aguas los derechos deberían fluir a aquellos usos de mayor valor de cambio. Sin embargo, las organizaciones indígenas lo han utilizado como instrumento para colectivizar los derechos, llevando a cabo un verdadero acto de decomodificación: “nuestro objetivo es cancelar el Código de Aguas comprando agua” (Prieto 2016: 99). Esto es, una acción orientada a revertir los efectos de la privatización y su respectiva regularización a título individual. Lo que subyace en la teoría andina del valor no es la impugnación al mercado, entendido como disposiciones y lógicas de intercambio entre humanos y otros seres que han sufrido diversas mutaciones a lo largo del tiempo, sino una pugna abierta hacia el enajenamiento privado e individual (Rivera Cusicanqui 2018).
Es necesario destacar que centrarse únicamente en el mercado como mecanismo emancipatorio de reivindicación económica, articulación étnica y transformación del territorio, puede radicalizar de manera sutil y ocultar formas de dominación neocolonialista entre distintas comunidades o al interior de ellas (Comaroff y Comaroff 2011). Esto, mediante tecnologías neoliberales de poder que promueven el multiculturalismo y la producción de posturas identitarias que no ponen en riesgo el modelo de justicia redistributiva. Por lo demás, el hecho de utilizar el Código de Aguas y la Ley Indígena redunda en un fetichismo legal que reproduce una ideología de emancipación y una acción de captura por parte del estado, reforzando la dicotomía entre indigeneidades permitidas e indigeneidades subersivas (Hale y Millamán 2006; Rivera Cusicanqui 2018).
En la medida que los pueblos indígenas son integrados dentro del discurso estatal y orientan determinadas agendas públicas, la política de la identidad de las sociedades dominantes se va enmarcando dentro de ciertos canales formales que dictaminan las posibilidades de la diversidad cultural. De manera tal que se reconocen asociaciones y comunidades en tanto personas jurídicas e ideales, dotadas de certificaciones de indigeneidad y autenticidad que emanan desde diversos organismos estatales y supranacionales, siguiendo el “conocimiento experto” que dictan las instituciones académicas y aplicando la “discriminación positiva” en el ámbito del derecho (Ayala 2015; Urrutia y Uribe 2020). A pesar de ello, esta política de la identidad escasamente considera las lógicas territoriales y culturales ensambladas al interior de los propios grupos indígenas, cuyas conceptualizaciones son siempre transitorias y nunca fijas. Todavía más, implica un reconocimiento parcial o restrictivo de la diferencia, pues distingue demandas aceptables de aquéllas consideradas inapropiadas o ilusorias. Al mismo tiempo que busca separar y extinguir cualquier alternativa que discuta las bases del régimen neoliberal en los estados reducidos o post-nacionales.
Bajo este canon imperante, al menos en Chile, la tutela por los derechos de todos los grupos culturalmente diferenciados termina siendo una imposición. Puesto que, si bien se procura el involucramiento de las comunidades en las políticas públicas que les interpelan, sus propias propuestas se consideran como una mera opinión. En efecto, en la actualidad, esta situación, junto con el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, es una de las principales demandas hacia el estado chileno; máxime cuando la Consulta Indígena que estipula el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), es ejecutada de manera sui generis, contraviniendo uno de los atributos fundamentales que es su fuerza resolutiva. A la larga, esto significa que los procesos consultivos en el país constituyen una instancia para mejorar los proyectos y las políticas indígenas implantadas desde las instituciones dominantes, pero de ningún modo significan la participación plena y el poder de decisión por parte de las comunidades.
En cambio, se alientan aquellas señas de identidad susceptibles de tornarse en beneficio económico, cuestión que se aviene a la cosificación y enajenación de la cultura que impera en las prácticas neoliberales. Ello cuadra con una política de identidad que se rige según el lenguaje del derecho y las lógicas empresariales. Es decir, la indigeneidad se entiende de acuerdo con categorías esencialistas propias de la racionalidad moderna occidental, donde priman los linajes consanguíneos y la propiedad individual, pero sin dar realmente cabida a otros modos de vida o maneras de relacionalidad (Ayala 2015; Urrutia y Uribe 2020). Asimismo, el carácter empresarial con que se dota a las cuestiones identitarias se fija principalmente en materialidades patrimoniales de la esfera doméstica y las formas arquitectónicas vernaculares, las que pasan a conformar el mercado de bienes exóticos y la industria del turismo (Comaroff y Comaroff 2011). A nivel global, en los últimos veinte años, el neoliberalismo multicultural ha explotado y exagerado el exotismo de las diferencias culturales. Así, la cultura emer ge como categoría central tanto en las tecnologías de gobierno como en los emprendimientos económicos, pero tanto su conceptualización como su desarrollo tienden a despolitizar la experiencia social en las comunidades indígenas contemporáneas. El desafío, entonces, pareciera ser la coordinación de diversos intereses comunes en torno a las problemáticas locales, sin caer en la institucionalización de una etno-política y etno-burocracia dóciles, sino que mantenerse en permanente orientación con formas de autoridad y organización que se rigen bajo lógicas propias/otras del pensamiento andino.
4. Embalse umiña y memorias del agua en camiña
En las décadas de 1970 y 1980, dirigentes vecinales y autoridades comunales de Camiña entablaron una serie de gestiones con el gobierno regional para lograr que se construyera un embalse en Umiña (aprox. 3.100 msnm), aprovechando la profunda garganta que caracteriza la topografía de este lugar, ubicado más abajo de Alpajeres y justo antes del tramo que se designa como Alto Camiña (Figura 3). La labor de dirigentes y autoridades era ampliamente apoyada por los agricultores camiñanos y constituía un sueño anhelado de los abuelos para la crianza mutua del agua en tanto siembra y cosecha El objetivo de este embalse era contar con mayores posibilidades de irrigación para sus chacras y terrazas, sobre todo en la parte baja, donde el agua merma considerablemente durante los meses secos (octubre-noviembre) y no alcanza a regar todos los campos de cultivo en uso. Además, su construcción permitiría controlar las periódicas “bajadas de río” que cada tanto causan enormes daños en suelos y canales, en ocasiones, incluso afectando casas y poblados. Así pues, el embalse haría posible ampliar el espacio agrícola y al mismo tiempo contener los vaivenes del río. Sin embargo, ya en la década de 1990, la idea fue desechada por completo desde las instancias regionales y nacionales por considerar inadmisible su factibilidad económica, básicamente, porque involucraba una inversión desmesurada hacia una población beneficiaria muy pequeña, en descenso demográfico y escaso aporte electoral.
En el año 2012, la Municipalidad de Camiña se comprometió con el Gobierno Regional de Tarapacá para reactivar los procesos de factibilidad y las gestiones necesarias que pudieran dar curso a un nuevo proyecto para la construcción del embalse Umiña; esta vez localizado en Alpajeres y designado bajo el rótulo de multipropósito. Es decir, implicando la generación de energía, reservorios de agua y, en última prioridad, su uso agrícola. En tanto que, los nuevos fines contradecían las aspiraciones iniciales de los camiñanos, el otro gran problema lo constituían los derechos de aguas; máxime cuando se hacían notorios los resultados del Código de Aguas para las comunidades andinas, promulgado en 1981 durante la Dictadura y vigente por esos tiempos (Prieto 2015, 2016). De tal forma que entre los agricultores camiñanos cundió una enorme turbación. No sólo ante la amenaza de ver expropiados sus derechos, dado que la inversión debía realizarse en propiedad fiscal, sino por los inminentes usos que revestía para la minería de oro y cobre, explotados por diversas compañías en la región (Cerro Colorado BHP Billiton, Collahuasi SCM, Quebrada Blanca TECK y otras en curso). Es sabido que la actividad minera requiere de cantidades ingentes de agua y energía creciente, lo cual, en el norte árido de Chile, constituye uno de los principales focos de conflictos ambientales con las comunidades locales y andinas en particular (Aldunate 1985; van Kessel 1985; Yáñez y Molina 2011).
La situación se volvía más crispante al considerar que el nuevo lugar, dispuesto más arriba, no servía para contener las crecidas mayores de río, pues el embalse en Alpajeres dejaba fuera gran parte del “área de lluvia”. Así, la quebrada de Camiña quedaba a merced de las avenidas más caudalosas que escurren por la quebrada de Maimaja, situada más abajo de Alpajeres, pero antes del sector Umiña que da inicio al paisaje agrícola en Camiña. Lo curioso es que pese a haber cambiado de sitio, el embalse seguía llamándose Umiña y no Alpajeres, según consigna la toponimia local. Por ello, el año 2013, las comunidades de Camiña se organizaron para solicitar y autogestionar su propia asesoría antropológica y arqueológica que permitiera definir su territorio ancestral a partir de los testimonios de abuelos y conocedores de la historia local como de las costumbres antiguas. Así pues, las dirigencias de las comunidades indígenas aymaras de los pueblos Francia y Cuisama en la parte baja, junto a las de pueblo Camiña, Alto Camiña, Chapiquilta, Yala-Yala, Apamilca y Nama en la parte alta, mediante autorización notarial firmada el 26 de mayo del 2013, designaron a siete representantes encargados de liderar el proceso. Pedían, entonces, la elaboración de un informe que recopilara la memoria ancestral del paisaje, la realización de cartografías colectivas que pudieran ser traducidas a los sistemas de información geográfica y así poder fijar en un mapa la territorialidad de la memoria camiñana.
El registro de memorias y testimonios fue llevado a cabo durante los años 2013 y 2014, aunque implicaron trabajos y relaciones sostenidas desde 2004 con estas comunidades. El objetivo más urgente del informe fue contar con un documento que no sólo legitimara la cartografía y la defensa de sus tierras ancestrales, sino su propia capacidad de acción colectiva; esta vez, para oponerse a la construcción del embalse en otro lugar y bajo otros propósitos. Máxime cuando el municipio activamente promovía la realización de dicho proyecto, conminando a sus funcionarios para difundir bondades sobre el mismo y conseguir la mayor cantidad de firmas en las comunidades de regantes, muchas veces sin explicar a cabalidad las implicancias reales del proyecto nuevo. Indistinto de las estrategias empleadas, en la práctica, el embalse era apoyado por el gobierno municipal junto a la mayoría de las comunidades indígenas aymaras de la parte baja (Chillayza, Moquella, Saiña y Quistagama). Por lo mismo, las otras dirigencias indígenas y los representantes autorizados que se oponían al proyecto también querían un informe avalado por el conocimiento científico, para que los habilitara como interlocutores válidos en el proceso de decisiones y que materializara su pasado vivificando su presente (Comunidades Aymaras de Camiña y Territorio Asociado 2014). Gracias a estas acciones comunitarias y el revuelo causado por sus dirigentes en las diferentes instituciones gubernamentales tanto a nivel regional como nacional, el proyecto del embalse Umiña/Alpajeres fue varado.
Empero, a principios del 2015, las comunidades tuvieron que volver a concitar voluntades colectivas para oponerse a la concesión de energía geotérmica, proyecto “Licancura 3”, en las faldas de cerro Pumire, donde también el municipio se involucró a favor del proyecto, abarcando las vertientes Apolinario y Margarita de las que brota el río Camiña. En esta ocasión, miembros y dirigentes de todas las comunidades se organizaron en el Comando de Defensa del Territorio de Camiña y realizaron diversas acciones extralegales (marchas, cortes de ruta, etc.); las que desembocaron, a mediados del año 2016, en un proceso de Consulta Indígena efectuado por el Ministerio de Energía (Figura 4). El comando designó a los asesores en el ámbito legal, técnico-ambiental y antropológico, quienes debimos realizar los informes respectivos según sus propios mandatos (Comando de Defensa del Territorio de Camiña 2017).
En 2017, luego de la victoria en las últimas elecciones municipales de un alcalde sempiterno, quien ocupa el cargo desde el retorno a los sufragios democráticos y desde hace tres períodos ha ocupado el sillón edilicio gracias a prácticas de “acarreo” de personas de otras comunas traídas a votar, la efervescencia del comando fue sustituida por una gran desazón que fue apagando su vitalidad. Las asambleas fueron cada vez más exiguas y se detuvo el proceso de consulta debido a la poca representatividad que lograba congregar; además, la empresa a cargo del proyecto se vio intimidada por la agitación camiñana. Ahora, ambos, el comando y la concesión de geotermia se mantienen inactivos, pero atentos y en latencia por la contingencia y coyunturas.
5. Ideas finales: paradojas y desafíos de las andinidades
Las aproximaciones académicas, al tiempo que ignoraron el pluralismo y la ritualidad como una faceta esencial de las políticas indígenas, no se han provisto con herramientas adecuadas para comprender los discursos culturalistas de estas organizaciones; los que aparecen como esencialistas porque promueven prácticas nativas pensadas como si estuvieran contenidas dentro de marcos culturales estables y limitados (Rappaport 2007). Por ello, la mayoría de los escritos sobre el activismo cultural indígena no facilitan nuestra comprensión del proceso auto-consciente, contestatario y de revitalización cultural que se está dando en el corazón de tales movimientos; tampoco nos ayudan a negociar las relaciones entre los discursos culturalistas y pluralistas, igualmente importantes para la supervivencia de los movimientos indígenas (López Caballero 2017; Nahuelpán 2017; Rappaport 2007).
Somos conscientes que los modelos de investigación académica muchas veces reproducen relaciones coloniales y con frecuencia son criticados por las comunidades locales debido al tono “extractivista” de sus indagaciones. En la medida que la antropología surgió como disciplina para conocer a los “pueblos sin historia” (Wolf 2009), el indígena quedó anclado en un espacio temporal no-coetáneo; es decir, despojado de su capacidad e iniciativa histórica de acción, lo mismo que en cuanto a sujeto epistémico. Su actividad y creación intelectual fue reducida al mito, a la cosmovisión o a la esfera del conocimiento tradicional apropiable mediante registros científicos subalternizados (Nahuelpán 2017). Entonces, junto con los cuestionamientos sobre el fenómeno colonial y su vigencia en nuestros días, así como sobre las lógicas y formas de control social, también importan los espacios y las prácticas de enunciación desde donde desarrollamos los discursos (Hale y Millamán 2006; Rivera Cusicanqui 2018). Lo importante es explicitar los conocimientos situados y el carácter contingente de nuestros postulados, teniendo como horizonte aquellas propuestas realizadas desde la investigación comprometida o en colaboración y del feminismo, donde la escritura constituye una forma importante de lucha política por el acceso al poder para significar (Rappaport 2007).
La escritura crítica sobre conocimientos situados y posiciones contextualizadas se efectúa como política del lenguaje y contra la comunicación perfecta, contra el código que traduce a la perfección todos los significados, en cambio, se regodea en la polución y en las fusiones ilegítimas de una existencia rizomática y multidimensional, relacionada con los espacios que vivimos (Haraway 1991). Esto, significa desbaratar los dualismos jerárquicos de las identidades naturalizadas y desmantelar los mitos centrales del origen de la cultura occidental, por ejemplo, la ridícula supremacía blanca, abocándonos en la tarea de codificar de nuevo la comunicación y la inteligencia para subvertir el mando y el control en la fragua de un mundo más justo. Obviamente, no se trata sólo de una deconstrucción literaria y teórica, sino que también supone una transformación metodológica y performativa (Strathern 1988). Si el laboratorio de la investigación social termina siendo un informe de índole diversa en donde se vuelcan variadas explicaciones sobre ciertas materias de interés (Latour 2008), lo que está en juego es un duelo constante de narrativas donde se reescriben activamente los textos de cuerpos y sociedades (Haraway 1991). Por ende, las investigaciones participativas o colaborativas son siempre un resultado conjunto y divergente que no está exento de dificultades, ambigüedades y tensiones.
Por consiguiente, nuestra intención no es idealizar las posturas radicales ni situarlas fuera de la crítica, así como tampoco demonizar aquellas posiciones que se rigen bajo los cánones del neoliberalismo multicultural. De este modo, más que una visión clásica, expuesta generalmente desde arriba o afuera, lo que esperamos es exponer cómo el impacto ambiental indudable, junto al enrevesado conflicto entre el capitalismo y los indígenas, se dinamizan desde adentro y a partir de sus propias historias, heterogeneidades y controversias. En este sentido, quisiéramos desglosar la contradictoria mixtura entre rechazo y oportunidad que provocan los proyectos de inversión al interior de las comunidades andinas, junto con los diversos enunciados y politizaciones que esto suscita.
En un inicio, el embalse Umiña surge como una iniciativa comunitaria que luego muta hacia una amenaza promovida por el gobierno municipal y regional. No obstante, aquí hay en juego dos “localismos” que ponen en tensión diferentes ensamblados de andinidad y territorios hidrosociales. Mientras que la construcción de embalses y la concesión de geotermia llevan a reconstruir los paisajes, redefinir la identidad y reformular las instituciones; en casos menos dramáticos es más común ver el cambio mutuo entre actores e instituciones interactuantes que como parte integral se transforman junto con los territorios, evidenciando las complejas interacciones a través de las cuales las prácticas de lucha y colaboración, de dominación y coexistencia se entrelazan, inhiben y permiten. En lugar de reificar y sobrevalorar conocimientos universalizados, o priorizar una configuración sobre otra, es clave estar atentos a las prácticas alternativas y las formas diversas de relacionarse con el agua para entender en igualdad de condiciones las diferentes realidades propugnadas.
Por lo tanto, es preciso abrir el debate, desterrando idealizaciones y estigmatizaciones desmesuradas que en nada ayudan a las comunidades andinas. En consecuencia, se deben construir internamente las formas de gobierno y acción política capaces de orquestar las distintas trayectorias de andinidad, superando la propaganda multicultural, así como las posturas extremas sin sustento ni coherencia. Para los grupos andinos, el mundo material tiene potencia (ch’ama) y está imbuido de entendimiento (chuyma); las montañas y las fuentes de agua son mutables, al igual que su personalidad y estado de ánimo, por eso se requiere conversar, celebrar y cuidar la existencia en común. Si la socialidad es la matriz relacional sin forma ni límites de la convivencia, la sociabilidad sería la conformación ética que incide como una especificación ideal o incluso prescriptiva de esa convivencia (Strathern 1988). Parafraseando, el intercambio de esfuerzos conjuntos está en la base de la socialidad andina, mientras que el ritual opera como modo de sociabilidad donde los múltiples sujetos del cosmos establecen y renuevan recíprocamente sus respectivas razones ontológicas (fenoménicas y simbólicas) de socialidad.
A cada invención de la cultura le corresponde una invención de la naturaleza y viceversa (Wagner 1975). Así pues, el concepto moderno de conservación está dado por la específica objetivación de la naturaleza bajo connotaciones de pasividad y pura exterioridad. Lo que las sociedades andinas nos enseñan no es que ellas sean intrínsecamente ecologistas, nosotros tenemos que serlo bajo dicha óptica; más bien somos espejos mutuos que nos reflejamos otras caras con sus luces y sombras. Las comunidades han integrado nuevas estrategias hidroterritoriales con sus propios modos de hacer y criar paisajes como una hazaña consciente de mapeo de la memoria a partir de conmemoraciones rituales y performatividades (Canessa 2014; Connerton 1989). Empero, un paisaje sagrado no sólo está determinado por valores espirituales y prácticas ceremoniales, también depende de condiciones técnicas, económicas y políticas. Lo que prevalece, al parecer, es una relación profundamente emocional y de identificación cotidiana.
Las memorias andinas del agua presentan múltiples estéticas del conflicto y mecánicas de resistencias, desde donde emanan sin cesar flujos vitales, desbordes, mermas, ceses y revitalizaciones en constante mutación. Más que ocultar las diferencias y estabilizar las controversias, nuestra pretensión ha sido desafiar las costumbres del pensamiento científico, desestabilizando sus paradigmas y desnaturalizando tanto sus categorías como sus jerarquías. A la vez que intentamos relevar las explicaciones locales en torno al pasado y las alteridades (indígenas) a través de su articulación constante con las vivencias locales, los procesos estatales y las retóricas hegemónicas. Esto supone la participación de los comuneros en la producción de conocimientos, mientras que a los investigadores nos compromete con los conflictos ambientales y las luchas territoriales latentes.
Debemos tener claro, eso sí, que se trata de perspectivas permanentemente parciales y fracturadas, así como también contradictorias. Es que, para afrontar las consecuencias de la desordenada polifonía salida de la descolonización, no podemos afirmar que la capacidad de actuar tenga que realizarse sobre la base de la identificación natural o del parentesco político. El desafío está en aprender a trabajar con y en la contradicción, haciendo de la polaridad un tejido intermedio que es simultáneamente una zona de contacto y fricción. Pues, en realidad, lo que llamamos mundo andino constituye una constelación de varios escenarios y horizontes que recombinan tiempos prehispánicos, coloniales y contemporáneos a la vez (Rivera Cusicanqui 2018). A la postre, implica atrevernos a construir paradigmas alternos que reviertan el divorcio entre pensar y hacer como jerarquías amparadas en el poder, tomando en serio políticas y poéticas andinas donde la tradición no se mantiene por puro inmovilismo.
Resumen
1. Andinos, indígenas, estado
2. Camiña: territorios, paisajes y comunidades
3. Políticas del agua y legislaciones indígenas en chile
4. Embalse umiña y memorias del agua en camiña
5. Ideas finales: paradojas y desafíos de las andinidades